En estas agitaciones iconográficas la obra de los grandes maestros venezolanos gesticulan desde la ausencia: son estampas invertidas de una impresión capital que se ha vuelto un sublime y doloroso simulacro. Finalmente, la historia personal del artista se manifiesta en la sala de exposiciones para confrontarnos con la geodesia desplomada de una migración general del sentido. Allí, desde las resonancias de una imagen perdida de su infancia que ha superado el desplazamiento del tiempo, González ha levantado la proyección de grandes pinturas murales dentro del espacio museográfico. En este juego de lapsos y perspectivas las figuras evocadas funcionan como el empalme final del inicio de la historia, atisbo revelador de una fotografía posterior a aquella vaguada del año 1999 que aguardó en los vacíos del artista y que ahora regresa como la reverberación de una indetenible sedimentación colectiva, un deslave sin pausa que va soterrando la vida de un país incapaz de avanzar en sus posibilidades de contención.